miércoles, 14 de diciembre de 2016

El árbol chueco

El árbol había estado toda la vida fuera de la casa, atrás en el patio, escondido entre los muros de ladrillos fiscales.
Era una parra, se estaba secando y ya no estaba dando uvas. Las parras de mis vecinos tapaban el patio con sus hojas grandes y verdes, cuando estos se llenaban de humos en las fiestas patrias y para los cumpleaños. Más de alguna vez fueron el madero donde colgaban boca abajo a las gallinas que sacrificaban, decían que eran desabridas, nunca vi si pusieron huevos, pues el gallinero lo desarmaron cuando empezaron a hacer las piezas de los cuartos de atrás. La familia se hacía grande y había que ocupar el espacio de la casa, así que los palos que formaban la estructura donde se suponía que las parras iban a tapar como un cielo verde con insectos los cortaron y ocuparon como leña un día que hicieron una fogata los amigos de mi padre para apalear el frío, después de una jornada de trabajo, y de vino, cigarros y boleros.
A mí madre le encantaba plantar, recuerdo haber visto un rosal más grande que mi yo niño, y unas inmensas rudas donde me ponía a buscar chanchitos de tierra. En todas las casas del pasaje habían árboles frutales, o algún jardín bonito con arbustos, y árboles que atrapaban los volantines cuando se iban cortados. Si bien contábamos con un ciruelo y un níspero, y un manzano por lo que dicen mis hermanas, siempre olvidaba la parra que había en el patio. Incluso si mal no recuerdo habían varias parras, típicas de los patios de por acá, nunca tuvimos el placer de descansar bajo la sombra de la parra. Pasó una vez, cambiando los pizarreños de la casa, y en general, la modernización de las casas debido al pobre estado que la tenían las lluvias, que hubo una plaga de ratas, que terminó atrayendo un guaren gigante que se escondió por días ceda de los maceteros donde la vieja plantaba algunas hierbitas que le regalaban. El animal lo tuvo que sacar un vecino, el cual encontró su muerte por el peso brutal de uno de los ladrillos que habían arrumbados para las piezas nuevas. Aún escuchamos como en la noche rasguñan las paredes, como si en el cementerio se hubieran equivocado y enterraran una persona viva. Nos conformaba la idea de que eran gatos, pues eran rasguños gruesos.
Y es así como quiero contarles como a poco desapareció la vida en mi casa. Primero fueron las gallinas, los perros y gatos que se arrancaban y murieron atropellados por estar la puerta abierta. Luego los insectos del patio, las chinitas, las mariposas, las orugas, los gusanos que no pudieron sacar los pajaritos, los chanchitos y los mosquitos que estaban encima de las ciruelas y los nísperos reventados en el suelo. También se fue un huertito de un verano donde salieron tomates, ajíes y albahaca. Hasta quiso salir una sandia y un maíz, una planta grande, pero se secaron. Fue un verano de comer todos los días humitas con ensalada de tomate y cebolla, y melones y sandías. No podría pasar un verano sin ese menú, tan natural y típico de por acá. Pero el huertito duró una temporada, después mi mama rescato la albahaca y plantó unas mentas y una melisa. Creo que acá las melisas salen solas. El piso lu cubrió una costra de cementos que se transformó en un estacionamiento. Ahí fue cuando se volvió el hogar de nuestras perritas, que nacieron juntas a las sobrinas de la casa. Lamentablemente ahora solo están las sobrinas, no me quejo por ellas, sino que tuvimos que despedirnos repentinamente de las últimas mascotas que hemos tenido, haciéndoles en nuestro hogar sus cementerios personales, pues, que diferencia una cama dura a un ataúd, sino que en uno descansa solo uno, y se duerme sin despertar.
Por años, en mi crecimiento personal, me sentí desolado y muy solo, a pesar de vivir en una casa llena de gente, y en un mundo donde se pasa totalmente desapercibido. Busqué en los libros, pregunte a quien pude, y rogué por conocer que faltaba en mi, si bien no tenía todo lo que quería, podría cambiar lo poco que tenía por no tener esta sensación de no querer estar en ningún lugar, como si de repente no tuviera casa, y es donde cada noche pensaba esas insensateces, en mi casa antes de dormir. Decididamente un día sin mayor importancia decidí subir un cerro cerca de la casa, y caminar hasta encontrar lo que quería, como cuando Buda se sentó y no se paró hasta encontrar la iluminación. Todas las palabras de los libros parecían vacías, pero eran como pequeñas pistas para encontrar algo mejor. No puedo entender las ganas que tenía de caminar, como si el cansancio quisiera desintegrar mis pies, y todo mi cuerpo finalmente. Cansado estaba, como la primera vez de hacer algo que te quita el aliento, pero te excita anormalmente a extraer cada gota de sudor como gotas del zumo de un limón. Fueron horas donde el agua era lo más dulce del mundo, y un descanso significaba martirizar las extremidades. Pensaba por qué había hecho eso, con la misma fuerza que me pregunto por qué hago cada cosa en mi vida. Di la vuelta de mi transpirada espalda y encontré por fin la respuesta a todas las preguntas sensatas del universo. Un atardecer en una quebrada. La vida acá no se detiene nunca, y era esa escena la detonante para, hasta ese entonces, mi miserable condición de auto-tortura. Saber apreciar cada color y aroma, únicos de la tierra. Lo frescas que están las plantas con el rocio matinal. Lo tranquilo que cantan los pájaros, lo rápido que trepan las ratas cuando hay mucho ruido. Todo está en paz cuando es naturaleza la que te rodea como un anillo de energía. Y hasta es tan importante un árbol chueco, como las paras, que brindan de las entrañas del mundo el vino más vivo que la sangre que corre en un cuerpo cuando olvida la fragilidad de lo vivo. Nunca más me volví a sentir solo.

1 comentario:

Sakira dijo...

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